Ecos de ruta // Armenia

Ecos de ruta

Armenia

Perdí la cuenta siete días después, al llegar a Bulgaria. Hasta entonces nos habíamos apeado del coche de veinticinco desconocidos a lo largo de toda la Europa austral. Once para salir de España, cuatro para atravesar Francia, tres en Italia, uno para cruzar Eslovenia y Hungría; cuatro en Serbia y dos más hasta la ciudad de Sofía, la capital búlgara.

Para que cada uno de esos coches se detuviera, cientos o quizás miles hubieron de pasar acelerando.

Sentados sobre las mochilas, con el pulgar en alto, vemos pasar fugazmente los rostros del egoísmo, de la individualidad, de la insolidaridad; metidos en vehículos caros y brillantes, con más asientos vacíos que ocupados.

Algunos fingen no vernos, otros vigilan por el rabillo del ojo, otros se sienten protegidos al otro lado del parabrisas y, sin disimulo, nos muestran su aversión con un gesto de arrogancia o desdén.

Cuando al fin uno se detiene resulta ser extranjero, de Marruecos, Vietnam, Cuba, Rumanía o Madagascar.

La gente local a veces también se para, a veces, algunas. Pero entonces algo llamativo ocurre. Al término del trayecto, durante la despedida, nos advierten de que aquí en Francia, aquí en Italia, aquí en… no tenemos que preocuparnos de nada, pero que tengamos mucho cuidado en adelante.

Allí la gente es distinta, dicen. Cuidado con Serbia, cuidado con Bulgaria, cuidado con Turquía…

Y salimos de Europa.

Y entramos en Asia.

Al otro lado del muro, tras las afiladas púas de las concertinas, allá de donde brota el miedo y el odio de quienes jamás las han sobrepasado; es donde da comienzo nuestro viaje.

Se acabaron las largas esperas en el arcén, los improperios y los exabruptos. Ahora enlazamos trayectos y conversaciones con la facilidad de quien se va encontrando de casualidad con viejos amigos.

Cuando esperamos más de cinco minutos resulta extraño y por regla general esto suele concluir con un encuentro tanto más extravagante que el anterior.

Camioneros que nos invitan a recorrer 500km, taxistas a los que les apetece practicar inglés o furgones policiales que nos llevan hasta la mejor playa de la región para montar la tienda de campaña y pasar la noche.

Los días y los kilómetros van transcurriendo entre vasos de té rojo, carreteras serpenteantes al borde del mar Negro y mesas de anfitriones rebosantes de viandas multicolores.

Montados en un bus fuera de servicio cruzamos una frontera más, Georgia, y algunas semanas después la siguiente, la última.

Armenia.

Si hasta entonces nos habíamos sentido acogidos, lo que nos deparará este país supera todas las expectativas.

“… un encuentro tanto más extravagante que el anterior.”
“… nos cautiva y nos engancha en su febril estado de buen humor y probidad…”

La primera decisión que tomamos es que, en adelante, solo cogeremos los atajos que nos lleven por el camino más largo.

Acto seguido, enfundamos los pulgares en los ojales de las correas de la mochila y echamos a caminar.

Cada hora en ruta es una novedad, cada encuentro resulta excepcional. La expresión nacional parece ser una sonrisa y, la más denodada hospitalidad, el carácter de todo el pueblo.

Ora que te llama el pastor para ver a sus animales y probar el queso, ora que no puedes marcharte sin llevarte una tajada, además de estos albaricoques deshidratados, aquellas manzanas y caquis y también unas pocas peras y ciruelas.

Ora que has montado la tienda en un rincón tranquilo a las afueras de la siguiente aldea y cuando ya se te están cerrando los ojos, una linterna te despierta para informarte de que vas a cenar por segunda vez.

Armenia nos cautiva y nos engancha en su febril estado de buen humor y probidad.

¿Cómo es posible? nos preguntamos. Con la maltrecha historia que arrastran de conflictos bélicos, genocidios y desastres naturales. Con una guerra activa, pero dormida, con dos de sus cuatro fronteras selladas, con ocupaciones aquí y allá…

Y con todo ahí está este pueblo que, aún preparado para abrazar las armas cuando sea necesario por defender su territorio, también lo está para abrazar a ese desconocido que camina al otro lado de la puerta.

De Norte a Sur y de Oeste a Este, recorremos el país reflexionando sobre aquellas lapidarias advertencias que nos repetían en los países europeos. Pienso que hace mucho, mucho tiempo que he dejado de temer a lo que desconozco, pero por la contra, cada vez temo más a lo conocido.

Temo a de donde vengo, a sus prejuicios y a su falta de valores.

Pero ahora estoy aquí, muy lejos de la seguridad de los muros, los seguros y las alarmas; y solo me siento atacado por una cosa: un cálido y vibrante sentimiento de concordia.

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