Del desierto a la sabana I // Mauritania

Del desierto a la sabana

Mauritania - PARTE I

Bajé de la cabina de aquel camión de congelados por última vez tras seis días de carretera, con el cuerpo y la cabeza dolorosamente entumecidos.

Habíamos recorrido cerca de 3.000km, desde el norte de España hasta la ciudad de Dakhla, en el Sahara Occidental y, en aquel momento, mientras me estiraba perezosamente sobre el asfalto cubierto de arena, apenas sí me podía hacer una idea del viaje que recién acababa de comenzar.

Tras abandonar el camión y después de reacomodar minuciosamente todo el equipaje en la mochila, me dirigí hacia la carretera que partía dirección a las dunas, hacia la carretera que me sacaría de aquella maltrecha ciudad.

Levanté el dedo pulgar y, como por ensalmo, el primer coche en pasar se detuvo en el arcén. Me acerqué al trote con la mochila dando botes a mi espalda y, al asomarme a la ventanilla, un turbante al volante con aspecto de hombre me hacía gestos para que me subiera.

Entonces era la primera vez que hacía autostop en África y estaba ciertamente un poco intrigado por lo que me iba a encontrar. A día de hoy, tras tres meses, no me puedo imaginar una mejor forma de avanzar por el continente.

Aquí, en esta región, la efusiva amabilidad con la que los musulmanes reciben a los viajeros se revela con deslumbrante claridad sobre el oscuro asfalto. Tanto que, incluso caminando por la carretera, sin levantar el brazo, sin hacer ningún gesto; alguien se va a parar para invitarte a subir… quizás a un camión, quizás a un carro de burros, a una moto o a una pick-up.

En una de estas últimas dejé Marruecos y llegué a la frontera Mauritana. La franja que separa sendos países es un lugar desolador, tétrico; en el cual se amontonan toda suerte de vehículos despiezados y calcinados sobre la arena ennegrecida.

Algunos remolques abandonados hacen las veces de refugio y, las gentes que se mueven en este espacio baldío, transmiten la misma tranquilidad y confianza que una serpiente intentando entrar en tu saco de dormir.

El ofrecimiento amabilísimo del conductor de cruzar la frontera con él, me libró de exponerme a tan arriesgado paseo.

Así pues, mientras avanzábamos bamboleándonos por entre los baches de aquel asfalto corroído, me alegré de ver todo aquello desde el interior de la pick-up y no desde fuera de ella.

Al llegar al puesto fronterizo Mauritano y, tras pagar un desproporcionado visado y sellar el pasaporte, me topé con que los agentes se negaban rotundamente a devolvérmelo. Insistían en que no lo harían hasta que no me sentase con ellos a comer.

Por su gesto, no parecía que fuesen a aceptar un no por respuesta y, a juzgar por el aspecto de las viandas que iban entrando, yo tampoco lo estaba. Sin rechistar me senté en el suelo y ayudé a vaciar dos enormes platos de carne de camello y pescado frito.

Después sí, recuperé mi pasaporte y las ganas de lanzarme a conocer todo el país. Tomé dirección sur y me enfilé hacia el primero de los espacios naturales protegidos: la reserva satélite de Cap Blanc.

Cap Blanc es un magnífico oteadero desde donde observar el Atlántico. Desde donde observar la realidad.

En lo alto de los acantilados, decenas de pescadores desaliñados, usan, a falta de plomos, bujías y pilas anudadas a un sedal y a un anzuelo; sin caña.

Frente a ellos, unas pocas piraguas recogen diminutas redes bajo la sombra de titánicos cargueros y buques factoría.

Algunos pescadores se muestran huidizos en mi presencia, otros no pierden la oportunidad de acercarse para conversar.

Todos han estado trabajando más o menos tiempo dentro de esos barcos que se perfilan en el horizonte y, por ello, han aprendido a hablar algo de inglés, algo de español que utilizan para explicar cómo esos barcos van vaciando sus mares. Los mares de los que depende su subsistencia.

Con el teleobjetivo de la cámara barro la cubierta de los arrastreros que se dirigen a puerto. En el puente de mando solamente se ve a hombres blancos; en los mástiles, solamente banderas occidentales.

Empiezo, a partir de aquí, a formarme una imagen de la situación.

Al cabo de una semana recorriendo la reserva, desmonto la tienda de campaña y devuelvo la mochila a mi espalda. Es hora de cambiar de escenario.

Me dirijo hacia el sur, hacia Nouakchott y desde allí doy un quiebro hacia el este, hacia el interior del país, al interior del desierto.

El paisaje cambia, aunque apenas es perceptible. Cruzo pequeños asentamientos nómadas, formados por haimas dispersas entre las que deambulan las cabras y los niños a partes iguales.

A veces las primeras huyen y los segundos se acercan, a veces ocurre lo contrario, a veces todos huyen. Lo invariable es la acogida posterior.

Horneamos pan en la arena y caminamos al paso de los dromedarios. Las constelaciones se dibujan solas al anochecer, sin ningún esfuerzo. Tengo arena en cada recoveco de mi cuerpo y, sin embargo, no pierdo la ocasión de lanzarme duna abajo dejándome arrastrar sin resistencia.

Hay días enteros en los que solo las coloridas telas de las haimas y los velos de las mujeres contrastan con el ocre del paisaje.

Sentado al atardecer en lo alto de una duna, frente a un horizonte que arde, reflexiono sobre mis días y me pregunto, me pregunto si podría llegar a aburrirme de escuchar al chacal en el viento; de jugar a pisar sobre las pisadas del dromedario que camina al frente; de dormirme sobre la arena, bajo la luna llena.

“Las constelaciones se dibujan solas al anochecer, sin ningún esfuerzo.”
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