Biolencia // Polonia
Biolencia
Polonia
A media tarde una manada de lobos ha comenzado a aullar muy cerca del campamento. Quizás demasiado cerca, a juzgar por la expresión de algunos compañeros. Aunque demasiado lejos para lo que a mí me hubiese gustado.
El sentido común me dice que hay pocas posibilidades, que me quede donde estoy, pero me dejo impulsar por la adrenalina que se ha disparado en mi cuerpo y me levanto del suelo como un resorte. Aferro la cámara y corro en dirección a la línea de árboles que separa el prado del bosque.
Me detengo a medio camino, tomo aire y desde lo más profundo de mi pecho, vibrando por entre mi garganta, exhalo un largo aullido hacia el cielo. Silencio. El bosque parece escuchar unos instantes y entonces me devuelve la llamada como si del eco se tratase… pero no, no es el eco; es genuino, es el aullido de uno, dos, tres lobos que responden mucho más cerca que antes.
Retomo la carrera por entre las altas hierbas, con la vista fija en los árboles. Me estoy acercando. Apenas hago ruido y el viento sopla a favor arrastrando mi olor de vuelta al campamento.
Atravieso los primeros troncos y me guarezco tras uno lo suficientemente ancho para ocultarme. Mi respiración agitada se apacigua con la espera. Aguardo y busco movimiento, aunque apenas puedo ver algo de tan frondoso y oscuro que es el bosque.
Hace frío y muchísima humedad, huele a madera en descomposición y a hongos y a tierra.
Avanzo, con cautela. El suelo quebradizo de otoño anuncia cada paso delatando mi presencia, me da la sensación de que mi respiración y los latidos de mi corazón retumban en el silencio que me rodea. Quizá todo el bosque ya me esté observando, pares de ojos ocultos tras los matorrales, tras las raíces retorcidas, tras las ramas.
De pronto mi pie se queda suspendido en el aire justo encima de una enorme huella estampada sobre el barro. Las sigo, son varios lobos de distintos tamaños, que se dirigen hacia el corazón del bosque de Bialowieza… el más antiguo del continente, el último bosque virgen de Europa.



Volví al campamento aquella tarde con energías renovadas. No había llegado a ver a los lobos, pero saber que estaban allí mismo me insufló fuerzas y convicción para la acción que planeábamos al día siguiente.
El campamento es una vieja granja en la frontera de Polonia con Bielorrusia. Se encuentra en un diminuto pueblito situado en el centro exacto de la reserva de Bialowieza y, la razón y misión de este campamento, es la de servir de centro de operaciones a la resistencia que ha surgido para salvar al bosque.
Ecoterroristas nos llaman aquellos que están destruyendo el bosque. Tiene gracia, resulta amargamente gracioso.
Por la mañana nos reunimos para desayunar y, quienes han tenido turno de vigilancia por la noche, nos informan de los últimos movimientos del enemigo.
El enemigo: una de las tres cosechadoras que están talando sistemáticamente árboles centenarios en zonas protegidas por la UNESCO, a un ritmo de más de 1000 árboles diarios.
Partimos, estamos divididos en grupos y cada grupo tiene que llegar al punto de encuentro siguiendo rutas diferentes y esto no siempre es sencillo.
Nada más salir recibimos una llamada telefónica para avisarnos de que tenemos un coche de la policía persiguiéndonos. Empieza el baile. No podemos mantener la dirección propuesta sin haber despistado antes a nuestros perseguidores. Paramos en un supermercado y fingimos hacer la compra, un policía sale del vehículo y se compra a su vez un refresco. Nos ponemos en marcha, se ponen en marcha. Paramos en el parking del centro de información del parque nacional, unos van al baño, otros ojeamos panfletos.
Uno de nosotros habla con unos turistas y al cabo de un rato nos viene a buscar. Los ha convencido de que nos metan en su coche y nos lleven al punto de encuentro. Pasamos por delante de la policía y los dejamos vigilando nuestro coche vacío.
Salimos de la carretera y entramos en una pista de tierra con montañas de troncos pulcramente ordenados y apilados a cada lado. Algunos de ellos son enormes, con más de cien años.
Tras media hora llegamos al punto acordado. Somos una veintena de personas y el equipo al completo se pone en marcha tan pronto llegamos.
Avanzamos bosque a través, pendientes de cada sonido. En las espaldas mochilas de montaña, todos vestidos de camuflaje.
A lo lejos un rugido va ganando intensidad. Pero esta vez ni son lobos, ni ciervos, ni bisontes; es la cosechadora, nuestro objetivo. Nos arrastramos, el ruido está más y más cerca. Saltamos a una señal y aparecemos en un paisaje devastado, de ramas resquebrajadas, de tocones y suelo desnudo.
En medio se mueve una maquina enorme, la culpable de semejante desolación. Corremos hacia ella.
De las mochilas que porteamos empiezan a salir cadenas y candados, secciones de tuberías, cordino y mosquetones. Abordamos la maquina todavía en movimiento, trepamos sobre ella, se detiene, casi parece sorprendida.
Entonces los candados se cierran y los mosquetones chasquean dejándonos anclados en toda la superficie, caliente y vibrante. Ahora no puede avanzar, no puede cortar ni un solo árbol más; si sus ruedas se moviesen apenas un centímetro, aplastaría a media docena de personas. Si su brazo hidráulico se moviese tan solo un ápice, cercenaría piernas y manos de carne y hueso.
Todo ha durado pocos segundos, no ha habido tiempo de reacción. Pero esta tranquilidad no va a durar tiempo.
Los gritos y las maldiciones preceden la aparición de una treintena de agentes forestales ataviados con equipo táctico, blindados, armados. Se los ve contrariados, tremendamente enfurecidos. Saben por experiencia que uno de esos bloqueos puede durar días y atraer mucha atención de los medios de comunicación. La Unión Europea ya ha penalizado a Polonia por lo que está haciendo en este bosque y no les interesa mucha más publicidad.
Los magros beneficios económicos de la madera, para un gobierno de ultraderecha, son lo suficientemente apetitosos como para ignorar cualquier política ambiental, ya sea nacional o internacional.
Así que los agentes arremeten con fuerza, deben estar muy presionados o muy lobotomizados para actuar con semejante brutalidad. Los sistemas de bloqueo que usamos no se liberan por medio de la fuerza… a no ser con una mano o un hombro dislocado.
Ahora los alaridos son nuestros, pero de dolor. Están metiendo cuchillos dentro de las tuberías en las que algunos tenemos unidos los brazos, tratando de cortar las conexiones. Hay sangre, hay golpes, me están gritando al oído en polaco, pero no entiendo nada, no hay nada que entender.
“… la resistencia que ha surgido para salvar el bosque.”



“… tantas y cuántas luchas a lo largo de la historia.”
“La justicia está sujeta a disputa; la fuerza es fácilmente reconocible y no origina disputa. Así, no se ha podido otorgar fuerza a la justicia, porque la fuerza ha contradicho a la justicia y ha dicho que ella era la justa. Y así, no pudiendo hacer que lo que es justo fuera fuerte, se ha hecho que lo que es fuerte fuese justo.”
Pascal escribió estas líneas que tan apropiadas son para la ocasión. Tan apropiadas, lamentablemente, en tantas y cuántas luchas a lo largo de la historia. La de hoy, la nuestra, es por ejemplo, la misma que se ha dado en este mismo territorio durante la ocupación nazi.
Para hablar de la lucha ecologista tenemos que verla con perspectiva histórica.
¿Cómo recordamos a las generaciones pasadas?
¿Cómo nos recordarán las generaciones venideras? ¿Cómo una sociedad concienciada y empoderada que decidió hacer frente a la explotación indiscriminada de sus recursos naturales o más bien como una sociedad que prefirió no arriesgarse por miedo a las consecuencias?
En todo conflicto hubo opresores y oprimidos y, además, un tercer grupo olvidado, aunque mayoría habitualmente: los ciudadanos comunes. Ni opresores ni oprimidos, al menos no directamente.
Estos ciudadanos podían jugar tres posibles papeles en el conflicto:
- El ciudadano que apoya al régimen. No mata, no maltrata, pero se beneficia y se aprovecha de las políticas impuestas.
- El ciudadano que no apoya al régimen pero tampoco hace nada por miedo a las posibles represalias. En el mejor de los casos rechaza comprar productos que provengan de la explotación. Si hace examen de conciencia, se considerará neutro. Pero a decir verdad, su actitud cobarde refuerza el poder del opresor.
- El ciudadano que no apoya las políticas impuestas y además las combate activamente. No solo rechaza el comprar productos manchados de sangre, sino que además se enfrenta a quienes vierten la sangre.
Pues bien, lo que ayer fue supremacía de raza (racismo) o de género (machismo), hoy lo es de especie (especismo).
Con qué repugnancia recordamos a los negreros que raptaban indígenas para venderlos como esclavos, con que rabia hablamos de los campos de concentración, con qué frustración pensamos en mujeres sin derechos.
Si en su momento no hubiese habido una ciudadanía comprometida, hoy las cosas serían muy diferentes.
Entonces ¿por qué no acertamos a condenar y combatir el ecocidio que estamos llevando a cabo globalmente?
Las generaciones venideras, desde un mundo agotado, nos recordarán a nosotros como aquellos seres apáticos que prefirieron no hacer nada por defender lo que nos había tocado defender.
En realidad lo único verdaderamente importante.
Porque, en resumidas cuentas… ¿de qué nos sirve la igualdad de género y de raza sin un planeta donde ponerla en práctica?
Tal vez solo seamos eso, biolentos. Y, de tanto que nos beneficiamos de ello, ni se nos ocurre combatirlo. Cambiar nosotros mismos resulta demasiado radical.
¿O demostrarás lo contrario?


