Pesca sin pescado // Senegal
Pesca sin pescado
Senegal
Una mujer, quizá todavía una niña, sale de su casa con un cubo sobre la cabeza. Desde donde estoy sentado en la arena puedo ver el interior de las estancias porque las paredes se las ha llevado la marea y ella al salir no ha tenido que abrir ninguna puerta.
Camina descalza sorteando los escombros, al acercarse a la orilla su joven figura se ve recortada contra el mar. Al fondo, una docena de piraguas de pesca se balancean suavemente.
Se ha detenido cuando el agua le tocaba los pies y con un gesto natural ha vaciado la basura del cubo sobre la espuma de las olas. Veo desaparecer el contenido bajo el agua mientras algunos plásticos vuelan pocos metros antes de quedarse flotando en la superficie, al capricho de las corrientes.
Al volverse, la muchacha me ha visto apuntándole con la cámara y, sin sobresaltarse, me ha saludado alegremente. Caminó de vuelta hacia su casa hasta que atravesó los muros y se perdió de vista.
Me he quedado sentado en la arena, meditativo, contemplando la pesca de los alcatraces en el horizonte.
El sol desciende y acaricia con sus rayos la superficie de un océano naranja, se sumerge en él y desaparece. Una suave brisa salada empieza a soplar y me recuerda que es hora de montar el campamento.
Al terminar, me quedo tumbado boca arriba viendo florecer las primeras estrellas en el cielo y, distraídamente desde la calidez del saco, la niña ha vuelto a ocupar de nuevo mis pensamientos.
Intento convencerme de que nada nuevo hay en su comportamiento.
En el desierto toda la basura acaba en la arena, a sabiendas de que la duna, en su avance, la va a cubrir. En los pueblos de rivera se lanza al agua y la corriente del río hace el resto. Aquí, en el mar, se arroja a las olas… ¿a razón de qué iba a ser diferente?
“… repletas de botellas de plástico y bolsas desgarradas.”
No recuerdo en qué momento exactamente estas reflexiones cedieron al cansancio y el sueño dejó paso a unas horribles pesadillas.
Soñé con cientos, miles de niñas que, como cada día, bajaban a la playa a vaciar sus cubos de basura.
Las piraguas de pesca varan en la orilla para descargar unas redes henchidas. Las jóvenes que se van acercando a las embarcaciones con sus cubos descubren que apenas hay pescado en las redes. Estas están repletas de botellas de plástico y bolsas desgarradas.
Visiblemente disgustadas comienzan a increpar a sus padres, hermanos y maridos por la miserable captura, y estos, abochornados, tratan en vano de apaciguarlas prometiendo que el día siguiente será mejor.
La reprimenda se detiene cuando el sonido de una bocina desvía la atención de todos los presentes. Busco con la vista y descubro un gran barco de pesca llegando a puerto. Es un arrastrero que transporta en sus cámaras los mismos peces que los pescadores artesanales no consiguieron capturar.
Nadie parece pensar en ello. Por el contrario, todos, hombres y mujeres, reaccionan echando a correr hacia el puerto y se disputan las primeras filas ante las puertas de una cámara frigorífica.
Según me cuentan, un hombre blanco ofrece sueldos de seis euros a cambio de doce horas de trabajo. Ninguno está dispuesto a perderse semejante oportunidad.
Sus horas pasan como segundos desde mi atalaya onírica. La jornada casi toca a su fin y una fila de camiones cargan sus remolques refrigerados con cientos de palets de pescado con destino Europa.
Al arrancar, los tubos de escape de los trailers no escupen humo, sino que de ellos comienza a brotar agua, un agua que fluye hacia el mar, que se encabrita en altas olas y azota los muros ya semiderruidos de las casas de los pescadores a pié de playa; donde yo también me encuentro.
Hay que huir, pero ¿huir a dónde?
Me despierto dentro de mi tienda con el saco empapado en sudor. La brisa que mece la tienda me convence de que ahí fuera no hay ninguna tormenta.
Todo ha sido un sueño, solo un mal sueño.
“Hay que huir pero, ¿huir a dónde?”