Piel de sol, piel de sal // España
Piel de sol, piel de sal
España
Mis pasos se mecanizaron a partir del segundo o tercer día. Olvidados el cansancio y el propio peso de la mochila, me limito a caminar hasta el ocaso para bucear aguas verdes.
Estoy en Menorca, en el Camí de Cavalls, ruta que me lleva a circunvalar a lo largo de 20 etapas y multitud de ambientes, una isla catalogada por la UNESCO como Reserva de la Biosfera.
Durante la planificación, el otoño me hacía presuponer una isla solitaria, despedida ya del trajín de turistas, sus hoteles y los souvenirs.
Sin embargo, no encuentro lo que vengo buscando. Sobre terreno, la realidad que me encuentro es que la temporada alta parece haberse dilatado más de lo habitual.
De resultas, camino en completa soledad los tramos más agrestes o peor comunicados, pero las playas y senderos aledaños me sumergen invariablemente en un tráfago que difícilmente logro encajar en mi arquetipo de viaje.
Así que aprieto el paso. Avanzo durante las horas centrales del día y disfruto en solitario de los arenales cuando los aparcamientos se vacían y los apartamentos se llenan, devolviendo la quietud al paisaje y a sus tímidos habitantes. Entre el ocaso y el alba.
La belleza de la isla resulta innegable, hasta el punto de que en más de una ocasión, uno tiene la impresión de estar caminando por el interior de una postal, lo cual podría sonar de lo más atractivo.
Y así debió serlo hace cuarenta o cincuenta años, cuando el viajero que desembarcaba en la isla se encontraba con una sociedad tradicional basada en el trabajo agrícola, la ganadería y la pesca.
A día de hoy, la masificación ha desfigurado la cultura convirtiendo la escena en un grotesco recuerdo de lo que fue.
Las urbanizaciones y resorts ganan terreno, los pozos comunitarios se secan para colmar las piscinas privadas y la amabilidad en el trato personal resulta patéticamente proporcional al nivel económico que ostenten las partes.
Cada día que permanezco en la isla más fuera de contexto me siento, así que a lo largo de la costa sur enlazo etapas consecutivamente a buen ritmo. Mientras que en la costa norte, de escarpada orografía y mucho menos visitada, me permito abandonar el sendero para aventurarme entre acantilados y playas de cantos rodados.
Aquí, decenas de cuevas sirven de cobijo a las cabras asilvestradas y, para cuando los nubarrones descargan, o la noche se echa encima, yo mismo busco la protección de estos acogedores refugios donde reverberan las mareas y me arrullan con su letanía.
Devolviéndome la quietud que solo las fuerzas incontenibles de los elementos saben transmitir.
“… acogedores refugios donde reverberan las mareas…”