Rutaína // España
Rutaína
España
Y los pedales empezaron a girar. Y la brisa a soplar. Y luego pasaron los primeros kilómetros y los segundos y los terceros. Entonces volvió ese escalofrío que, subiendo por la espalda, produce un inesperado estremecimiento que eriza cada milímetro de piel… sonrío, pero ¿a qué sonrío?
No importa, ha sido impulsivo, inconsciente. He sonreído como un bobo, enseñando todos y cada uno de mis dientes y muelas a esos coches que pasan por mi lado. Habrán pensando que la cordura la he perdido por el camino, o que me la he dejado en casa porque no entraba en la abultada impedimenta que cuelga a ambos lados de la bicicleta.
Pero no hay de qué preocuparse, la cordura me la he traído, lo que me he dejado ha sido el pudor, no ha habido más remedio, no entraba en el equipaje y tampoco encontraba una buena razón para cargarlo. Así que, al salir, lo dejé apoyado en el portal pensando en que tal vez a alguien le fuese a servir más que a mí a partir de ahora.
El a dónde voy no lo tengo muy claro, el de dónde vengo solo un poco más, aunque continúa sin esclarecerse del todo. ¿De dónde nace este afán impulsivo por deshacerme de ataduras y rutinas constantemente?
“Rutina”, qué curioso concepto. Cafeína, cocaína, heroína, nicotina… rutina, un estupefaciente más como cualquier otro; aunque socialmente aceptado y consumido en masa porque lo regalan con todo. Un plus en el trabajo, un añadido en la matrícula de la facultad, un extra en tu nueva relación; la rutina viene hasta en la comida, aunque nunca se mencione en el envoltorio.
Pues eso, que la he dejado, y los escalofríos que zarandean mi espina dorsal a cada rato no son sino provocados por el síndrome de abstinencia. La sonrisa desencajada, un mero efecto secundario.
He pensado en la improvisación como tratamiento de choque, junto con fuertes dosis de “rutaína”.
Potentísimo estimulante del sistema nervioso central con acción inmediata, la rutaína es un compuesto activo totalmente natural que se extrae de las hojas de ruta (Bitacula spp.), un género presente en casi cualquier rincón del planeta, con la sola excepción de las urbes.
Por supuesto no es sintetizable, por lo que habrá de buscarse en praderas, cumbres, riberas y dunas; siempre creciendo silvestre al margen de cualquier senda poco frecuentada.
Pedaleo, un poco más fuerte, estimulado por un nuevo estremecimiento. Tendrán que pasar todavía varias semanas hasta que mis piernas se habitúen al esfuerzo, pero la adrenalina compensa la falta de entrenamiento.
Dejo atrás los últimos kilómetros de asfalto catalán y entro pletórico en el País Valencià, iniciando así la primera etapa de un nuevo viaje.
Sumergido en mis pensamientos, avanzo hacia la Sierra de Irta. Situada en primera línea de la costa del azahar, esta reserva es uno de los pocos baluartes naturales que resiste la voracidad del hormigón, el plástico y el neón; y para cuando llego allí, casi puedo sentir el oxígeno entrar de nuevo a mis pulmones y el verde llamar a mis ojos. El batir de las olas contra las rocas erosionadas sustituye el zumbido de los coches y, los matorrales de lentisco, palmito y romero; han hecho lo propio con los monocultivos de naranjos y mandarinos.
Al atardecer, encuentro refugio al abrigo de un pino maltratado y retorcido por los vientos marinos. Vengo buscando un lugar cobijado como este en previsión de la descarga inminente que esas grandes nubes, grises y rollizas, vienen anunciado desde que asomaron a media tarde por el horizonte.
Así que levanto campamento bajo las achaparradas ramas y, al poco, la lluvia comienza a repiquetear ganando intensidad por momentos.
Desde la calidez del saco de dormir escucho como los goterones golpean contra el techo de la tienda y su sonido, combinado con el calor que va adquiriendo el plumón, me sumergen en una agradable sensación de cobijo y arropo con la que me duermo.
Por la mañana me despierto cuando algunos rayos de sol encuentran paso a través del tupido ramaje e iluminan la tienda anunciando un cielo despejado. Me muevo, me estiro y disfruto de la ausencia de prisa. Nadie me espera, si acaso el desayuno.
Dos días más tarde, las pistas de tierra me conducen a los caminos de asfalto y estos me acaban escupiendo de vuelta a las carreteras.
Ahogo la repugnancia y la impotencia aumentando la marcha y me concentro en avanzar para dejar atrás las kilométricas ciudades de vacaciones. Todas tan impolutas, todas tan ordenadas y alineadas a pié de playa… me consuelo imaginando el carácter efímero de su habitabilidad.
Más pronto que tarde, el mar reclamará su territorio, demolerá muros y terrazas y las fachadas desgajándose, evidenciarán que fueron solo eso, fachadas. La pretensión efímera de un estrato social que se creyó soberbiamente ajeno al (des)orden natural.
Ya no sonrío, no encuentro razones en este paisaje hormigonado y monoespecífico. Solamenente me queda huir enfilando carreteras cada vez más pequeñas hacia naturalezas relícticas… huir en busca de rutaína.
“… enfilando carreteras cada vez más pequeñas hacia naturalezas relícticas…”