Veinte noches blancas // Rusia
Veinte noches blancas
Rusia
El amanecer ha surgido tras el atardecer, así sin más, ni luna ni estrellas, sin oscuridad que medie. Recostado en la orilla del río veo como el sol acaricia suavemente las copas de los árboles, desaparece entre ellos y reaparece poco después tiñendo el bosque de dorado.
A un lado, amarradas en varios troncos, seis piraguas se mecen suavemente bajo el peso de las mochilas y las bolsas estancas. A mi espalda, ocultas por la bruma, otras tantas tiendas de campaña y, dentro de ellas, una decena de científicos durmiendo pesadamente tras una jornada extenuante.
Nada más en derredor, excepto la taiga virgen, extendiéndose ininterrupidamente hasta el Océano Ártico.
Durante más de doscientos kilómetros, atravesamos a golpe de remo una de las áreas más salvajes e inexploradas de Rusia.
Álamos temblones partidos longitudinalmente por el frío extremo, alerces de quinientos años hundiendo sus raíces en ciénagas cubiertas de arándanos y excrementos de alce; trozos de alce en los excremento de oso, cadáveres devorados.
En semejante entorno uno puede sentirse atosigado por una tenaz sensación de vulnerabilidad. Para muchos es un lugar opresivo, cuando no amenazante, pero estos bosques resultan esenciales para el equilibro del clima y la supervivencia de muchísimas especies, incluida la nuestra.
La expedición a la que acompaño tiene por objetivo descifrar las consecuencias del cambio climático en el lejano Norte y averiguar el papel que los árboles desempeñan en el proceso.
El que los bosques boreales son una pieza clave para la regulación del clima es un hecho bien sabido. Pero se sospecha que su importancia pueda ir mucho más allá que el de la retención de (al menos) un 40% del CO2 a escala mundial.
Recientemente una teoría ha ido ganando terreno entre muchos investigadores… y esta es del todo alarmante.
Hasta ahora se creía que la presencia de bosques en determinadas áreas o regiones era consecuencia favorecida por los altos índices de pluviosidad presentes en la zona, sin embargo, todo parece indicar que el modelo funciona exactamente al contrario: son los bosques quienes generan las propias precipitaciones.
Pero no cualquier masa forestal cumple el cometido, tan solo los bosques vírgenes.
Una de las botánicas de la expedición me lo explica así:
«Imagina los bosques como si fueran sociedades humanas. Ahora extermina a todos los adultos y ancianos y deja solo con vida a los niños y adolescentes. ¿Qué ocurre? Esos jóvenes se habrán de enfrentar al cometido de rehacer la sociedad en toda su complejidad y cumplir con sus funciones de una manera eficaz y ordenada. Pero sencillamente no están capacitados para hacerlo y por ello no lo harán».
Las evidencias parecen indicar que la desaparición de los bosques primarios a lo largo y ancho del planeta durante las últimas décadas no es “solo” un problema de pérdida de hábitats o biodiversidad, es mucho más que eso, amenaza directamente la disponibilidad global de agua dulce:
«En un ecosistema forestal equilibrado los árboles “respiran” generando vientos atmosféricos que transportan la humedad desde los océanos en forma de nubes que al precipitar irrigan los propios bosques y las tierras circundantes.
Los ejemplares jóvenes usan ese agua para su propio crecimiento, mientras que los ejemplares adultos la devuelven a la atmósfera por medio de la transpiración, retroalimentando el ciclo.
Sin una gran densidad de ejemplares centenarios trabajando conjuntamente a lo largo de enormes extensiones, el sistema colapsa y la desertificación da comienzo».
La conclusión es escalofriante, puesto que para revertir la actual degradación ambiental y frenar el cambio climático ya no basta solo con reforestar masivamente, en tanto en cuanto que esos árboles no cumplirán su función reguladora hasta pasadas varias décadas.
Proteger y conservar los últimos reductos de bosque primigenio en el planeta se presenta como la única solución factible.
Sin embargo, avanzamos en la dirección opuesta. Allá donde miremos, los grandes espacios naturales desaparecen atropelladamente a manos de la demanda y la codicia. Siberia, Congo, Amazonas, Borneo… un ecocidio omnipresente que todavía no conoce fronteras.