Río abajo // Alemania – Polonia
Río abajo
REWILDERS MISSION // CAPÍTULO 8 // ALEMANIA – POLONIA
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Ayer, como cada noche antes de irme a dormir, he puesto a remojo unos puñados de copos de avena, semillas y frutos secos. El agua que he usado es la del río que estoy remando desde la semana pasada, el mismo agua que bebo yo y todos esos bulliciosos pajarracos que me acaban de despertar.
Es un truco de lo más práctico, eso de dejar el desayuno preparándose por la noche. Al amanecer abres los ojos dentro del saco de dormir, te incorporas, sacas un brazo fuera de la tienda de campaña y ahí está el cazo con el desayuno listo; sin necesidad de hacer nada más que echarle una buena cucharada de miel.
Así que eso es lo que hago hoy, me siento en la puerta de la tienda y me como las gachas mientras el cielo se va aclarando por el Este y las voces de los batracios ganan protagonismo en esa balada que me ha sido dada a modo de despertador.
Tras el desayuno, la rutina acostumbrada. Bajar al río, lavarme la cara, limpiar el cazo frotándolo con arena y observar como los pececillos se disputan esos pedacitos de avena que misteriosamente han eludido tanto mis cucharadas como mis esmerados lametones.
Acto seguido empiezo a levantar campamento. Cada pieza del equipo se pliega y se repliega hasta que todo queda comprimido en el interior de las alforjas, alforjas que a su vez son afianzadas en el interior de la balsa.
Por último arrastro la embarcación hasta dejarla flotando en el agua y coloco la bicicleta encima, ciñiéndola con unos cuantos apretones de correa a babor y estribor.
Empuño el remo. A mis espaldas no quedan indicios de la tan apacible pernocta. Estoy listo para otro día a boga lenta.
“Estoy listo para otro día a boga lenta.”
“Ora las grullas, ora los pigargos, ora las gaviotas reidoras.”
Una cálida brisa comienza a soplar y me impulsa en mi avance errático. Voy en zigzag, de una orilla a la otra, siguiendo los avistamientos que voy haciendo con los prismáticos.
Ora las grullas, ora los pigargos, ora las gaviotas reidoras. Cada vez que localizo a uno de ellos empiezo con una lenta aproximación.
Palada a palada voy cubriendo la distancia que nos separa. Los unos huyen y los otros me regalan su confianza.
El calor se vuelve pegajoso a las diez, intolerable a las once y, a partir de las doce, la temperatura es tan alta que incluso mi propia sombra busca cobijo bajo mis pies.
Escudriño las orillas buscando el lugar adecuado donde desembarcar y abandonarme a una plácida lipotimia. Aunque por lo de pronto solamente encuentro berros de agua.
Cuando al fin aparece un buen grao para amarrar la balsa, lo primero que hago es sumergirme lentamente en la corriente. Después me siento a cocinar bajo la fresca sombra de los sauces y, tras poner los ingredientes al fuego, vuelvo al río para filtrar un par de litros de agua y lavar la ropa. Para cuando la comida está lista, las prendas ya casi se han secado.
Entonces sí, agarro el puchero y me repantigo en la hamaca para atiborrarme con una ensalada de pasta, lentejas rojas, rizomas de espadaña y los suculentos manojos de berro de agua, cortaditos muy finos.
“… rizomas de espadaña y los suculentos manojos de berro de agua…”
“El agua que antes caía en forma de lluvia ahora sube en forma de vapor dorado.”
Me desperté de la siesta sobresaltado con el sonido del trueno, y las primeras gotitas de lluvia me azuzaron a saltar de la hamaca. A los pocos minutos de reiniciar la marcha tenía una tormenta de verano descargando con tal vehemencia que parecía que se hubiese propuesto inundar mi balsa.
Ahora remo con el agua por los tobillos, sonriendo con deleite, aunque plenamente consciente de que así no podré llegar muy lejos.
Me apeo en el primer banco de arena que encuentro y me siento a esperar. Las nubes corren bajas, casi rozando las copas de los árboles, los relámpagos caen uno tras otro con obstinada frecuencia… hasta que ya no.
De repente no quedan nubes en el cielo, se las ha llevado el viento. El sol vuelve a calentar la tierra. El agua que antes caía en forma de lluvia ahora sube en forma de vapor dorado. Gualdos centelleos cubren la superficie del río, mi piel relumbra con tonos ambarinos y los pájaros parecen estar hechos de oro.
Semanas más tarde recibo un email de Peter Torkler, el director de Rewilding Oder Delta, la organización con la que estoy colaborando.
Me piden que vuelva al río y que averigüe tanto como pueda. Han llegado rumores de un vertido industrial a gran escala. Unos hablan de mercurio, otros de cloro. La información es contradictoria, pero todos coinciden en algo: están apareciendo peces muertos.
Inmediatamente cargo las alforjas en la bicicleta y pedaleo los cincuenta kilómetros que me separan del punto indicado. Cuando llego, lo primero que noto es el olor. El río no huele como antes.
Saco los binoculares y escruto ambas orillas. Entre las cañas localizo al primer pez flotando panza arriba. Luego aparece el segundo, y un tercero más allá. Cuanto más busco, más encuentro… están por doquier.
“Entre las cañas localizo al primer pez flotando panza arriba.”
“Me he convertido en otra víctima más del colapso ambiental.”
Cardúmenes enteros emergen desde las profundidades. Miles de peces rodeados de millones de moluscos, todos muertos.
Hay cadáveres putrefactos varados en las orillas, enredados en la vegetación o atrapados río abajo en las barreras desplegadas por los servicios de emergencia. El olor es espantoso, se respira una atmósfera hedionda que va empeorando a cada día que pasa.
No sé qué hacer o cómo actuar, estoy abotargado, confuso ante semejante escenario. Me resulta complejo entender la magnitud de la catástrofe que se despliega frente a mí y todavía no alcanzo a imaginar todas sus implicaciones.
¿Morirán las aves que se coman estos peces?, ¿morirán los castores y las nutrias? o para el caso ¿morirá cualquier animal que baje a abrevar al río?
Pedaleando a través de este escenario apocalíptico comprendo, en toda su dimensión, lo que significa vivir en un hábitat contaminado. Ya no se trata solamente de la muerte de miles de millones de criaturas, ahora se trata de mi propia salud. No puedo beber este agua, no puedo recolectar comida o lavarme el cuerpo antes de irme a dormir… siquiera puedo respirar con normalidad sin sentir una profunda nausea.
De la noche a la mañana, y por primera vez en mi vida, estoy siendo privado de cubrir mis propias necesidades básicas sin arriesgarme a una intoxicación mortal.
Me he convertido en otra víctima más del colapso ambiental. Nadie debería sentirse a salvo, todos vivimos río abajo.
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